Esa dicotomía y la forma de gestionarla ofrece visiones diversas y casi dispares del modo de entender la dirección, el liderazgo y el desempeño profesional.
Hay quien asume que delegar es el camino para crecer, ganar calidad de vida, llegar más lejos y llegar mejor al cumplimiento de los objetivos.
Y hay quien considera que delegar conlleva poner en riesgo la calidad, el conocimiento o el verdadero valor diferencial de su servicio.
En todo caso, resulta indiscutible que sin delegar el techo y el límite de lo que se puede hacer o de nuestro alcance deviene finito y más limitado, que si somos capaces de contar con colaboración, con equipo y apoyos adecuados.
Y también es obvio que sin esa opción nuestro servicio (y al final nuestro producto) termina con nosotros y nuestro tiempo o nuestras propias posibilidades.
El orgullo de tener sustituto
Me encantan dos conceptos que tomo prestados de Xavier Marcet (de Lead to change): el sentido del legado y el orgullo de tener sustitutos.
Ambos están relacionados precisamente con esto de la capacidad de delegar, de confiar, de dar oportunidades, de trascender más allá de la individualidad, y tienen que ver con la generosidad y esa visión de ir más allá del “yo” para encender un nosotros productivo y con identidad.
Sin embargo, es complejo ese balanceo entre delegar y aferrarse al firme control que nos otorga el modo “Juan Palomo”…
¿Qué implica delegar?
Delegar requiere un ejercicio de generosidad sincera y de visión porque implica esfuerzo en la formación, confianza, y vocación de expansión a la par que una sensibilidad colectiva.
Delegar conlleva un punto de ambición de crecer y de alcanzar cotas que no solo dependen de uno, y se alimenta del liderazgo y de la pedagogía y de la flexibilidad del delegante. Supone exponerse a riesgos que van más allá de uno mismo y a decepciones muchas veces imprevisibles e inevitables pero también es la oportunidad de llegar a cotas que en individualidad es imposible alcanzar.
Sin duda la delegación supone una apuesta por capilarizar una identidad, una idea y una forma de hacer las cosas, y por enriquecerla con los matices y aportaciones de aquellos que se integran en esa cadena. Hay que estar dispuesto a que “mi idea” sea “nuestra” para hacerla mejor.
E igualmente eso también trae consigo el abrirse a la “imperfección” o más bien a que lo de los demás también puede ser bueno aunque sea diferente y a la riqueza de la diversidad.
La no delegación aun con los conceptos más digitalizados y automatizados del mundo no deja de ser un método artesanal del siglo XXI con limitaciones competitivas y un público muy concreto.
La delegación también con esas automatizaciones parece un sistema más capaz de hacerse con un hueco en un mundo global y de economía concentrada, donde el servicio y el conocimiento han de ir de la mano.
En todo caso, en la esencia de la dicotomía el debate y el discernimiento está en una sensibilidad personal, en una mentalidad y en una forma de ser y de hacer. No obstante, hoy se antoja difícil conseguir niveles de excelencia adecuados sin ese sentido de trascendencia, de colaboración y de generosidad, de interacción y al final de apreciar la riqueza de la diversidad profesional confluyendo en pos de intereses comunes.
Sin delegación también se pierde parte de lo que podemos aportar a otros y con otros y esa misión y visión que es inherente al talento: dar y darse.
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